“Tu madre va a ir al infierno y será atormentada por toda la eternidad”. Eso era lo que le oía decir una y otra vez a mi maestra católica sobre mi madre luterana, que se estaba muriendo de cáncer. ¿Cómo puede un Dios de amor castigar a una madre fiel como la mía? Si ése es Dios, lo odio. A los 10 años yo ya era un ateo convencido.
Con el tiempo me gradué con especialización en zoología en la universidad de Capetown, Sudáfrica, donde se enseñaba la teoría de la evolución. Entre mis profesores había hombres brillantes cuyos trabajos sobre la evolución humana llevados a cabo en cráneos habían hallado lugar en los museos de todo el mundo. Ateo a carta cabal, proseguí mis estudios para obtener el doctorado y comenzar mi carrera como ayudante de cátedra en la Universidad Stellenbosch. Mi vida entera giraba en torno a la evolución. Enseñaba esa teoría y basaba todas mis investigaciones en ella. Para mí, Dios no existía.
Cierta vez, cuando estaba dando una clase, una joven estudiante me enfrentó de esta manera: “Lo que usted está diciendo, Dr. Veith, es mentira. Dios creó los cielos y la tierra en seis días”. Exploté de ira y de inmediato me puse a hacer trizas sus argumentos hasta que ella empezó a llorar. Los estudiantes quedaron impresionados por mi habilidad para refutar la doctrina de la creación.
La vida me sonreía. Tenía una esposa maravillosa, un hermoso bebé y una carrera prestigiosa. Dios era lo último en lo que yo pensaría. Hasta la noche en que mi hijo enfermó de muerte.
Por Walter Veith – Continuar leyendo el artículo original