El creacionismo no es para tímidos o timoratos. Está basado en una aseveración de hace 3.500 años que se encuentra en la Biblia: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra” (Génesis 1:1, VRV). Sin embargo, la mayoría de los científicos contemporáneos creen que la vida fue el resultado tardío de una enorme explosión natural de la materia primitiva hace billones de años. Creer en la creación es ir contra la marea.
“Nada en biología –escribió Dobzhansky– tiene sentido excepto a la luz de la evolución”. Los directores de la revista Science, prologando una edición especial sobre la evolución, afirmaron no hace mucho: “Los conceptos intelectuales que surgen de nuestra comprensión de la evolución han enriquecido y cambiado muchos otros campos de estudio”. En el mismo ejemplar escribió Stephen Jay Gould: “La evolución orgánica … [es] uno de los hechos más firmes jamás convalidados por la ciencia”.
La respuesta creacionista estándar a este tipo de declaraciones es señalar defectos en los argumentos evolucionistas. Pero los creacionistas están en una mejor posición cuando muestran que sus explicaciones logran mejores resultados que las evolucionistas. Su meta debiera ser desarrollar un paradigma tan funcional que la gente tuviera que admitir: “Nada en biología tiene sentido excepto a la luz del creacionismo”.
Con esto como trasfondo, consideremos unos pocos aspectos del creacionismo aún válidos para investigadores cristianos del siglo XXI.
Por George T. Javor – Continuar leyendo el artículo original